Faith no more
La posibilidad de que la ciencia ficción sea la ciencia más exacta, pese a la ficción, pese a la imaginación, o quizás gracias a ellas, para retratar los retos del mundo contemporáneo: desde la manera en que nos relacionamos con lo supra-natural, a la manera en que vivimos en comunidad. El trabajo del artista canadiense Jeremy Shaw, residente en Berlín desde hace unos años, en torno a los conceptos de utopía, extasis, y comunidad, en su Quantification Trilogy, suponen uno de los desafíos audiovisuales más fascinantes a los que puede enfrentarse hoy en día un espectador. Una trilogía, concebida en el terreno gris que separa las artes visuales del cine, la instalación de la proyección, la contemplación de la experiencia, que se asienta en un trabajo primero con imágenes encontradas, a los que la manipulación sonora de Shaw convierte en algo muy distinto, extático, casi místico, y que evoluciona hasta abrazar la tecnología digital como un elemento inserto en nuestro cuerpo, o al menos, capaz de transformarlo, físicamente, para elevarnos a un nuevo estado humano: un viaje mental, místico, extático, que Shaw lleva a la categoría de auténtico viaje físico, psicodélico y transformador. Podríamos hablar de road-movies si las películas de Shaw abandonaran en algún momento las habitaciones cerradas en las que concentra a sus personajes, pero no hay carreteras tradicionales en unas películas que lo que hacen es explorar las nuevas autopistas de la fe, los caminos insondables de la experiencia religiosa, o al menos, de los estados alterados (físicos y de conciencia) que transportan mente y cuerpo a espacios insondables más allá de lo conocido. El trabajo de Shaw, que enlaza de forma evidente con algunas de las semillas del cine-trance de Jean Rouch, pero pasado por el filtro de los glitch digitales, la cultura rave, la danza contemporánea, la performance, y la utopía musical como única ideología posible en un mundo abocado al desastre, se maneja entre la mímesis (o la parodia) del documental científico, dogmático, y aleccionador, y la propuesta de un cine experiencial, capaz, como quería Rouch, de convertir la propia experiencia del visionado en un camino de trance y éxtasis. Si Rouch, en Les ma î tres fous(1956), por ejemplo, trató de representar y contagiar el trance de sus protagonistas al espectador a través de un montaje frenético, y una cámara que se acercaba peligrosamente a sus rostros extáticos, Shaw propone caminos digitales, repletos de errores, pixels, y música disco, para arrastrar a los espectadores a esa utopia seudo-científica de huída y escape. Como el propio Shaw explicaba en 2016 en una entrevista: “Since the dawn of mankind, we have all been attempting to escape the physical, escape the present. I think it’s what makes us human. To me it is one of our true characteristics as a species: this desire to have a body and also to want to get out of it, however you choose to do that 1. Ese deseo de escapar ha alimentado históricamente dos de las fuerzas con las que trabaja Shaw en su trilogía: el baile, y el propio cine. Por caminos distintos, las dos expresiones culturales ofrecen vías de escape y auto-conocimiento, el baile a través de la repetición rítmica de movimientos que termina por generar un estado de trance y abandono de su propio cuerpo en quien lo ejecuta; el cine, por su capacidad de inducir estados similares a la hipnosis en sus espectadores, hecho que muchos cineastas han explorado como camino para alcanzar y provocar estados alterados de conciencia. Shaw vincula, como ya hiciera Rouch, pero a través de una imaginaria retro-futurista, mezclando tecnologías vintage con glitch digitales, las dos expresiones, que además coinciden en su parte colectiva: ambas dos son experiencias que se generan (o generaban) en grupo, en una pista de baile, o en una sala de cine, y ese aspecto de ritual colectivo, grupal, está en la base del trabajo de Shaw en su trilogía, que explora, a través de caminos de una pseudo ciencia-ficción, las posibilidades de creer en algo, y lograrlo, de forma colectiva. Es en la misma entrevista antes citada donde el propio Shaw vincula de forma específica lo que mencionábamos al comienzo del texto: lo que tienen en común para él la ciencia y religión es la fe. No en vano, el primer trabajo de la trilogía, Quickeners (2014), toma como base un material puramente documental, la película de Peter Adair Holy Ghost People (1967) sobre un grupo de cristianos pentecostales, que a través de la manipulación sonora, Shaw convierte en una suerte de neo-humanos, los Quantum, que han evolucionado hasta operar a un nivel puramente racional, y que son capaces de conectar neuronalmente con una suerte de fuente central de conocimiento. Es esa idea la que, a través de las para-ficciones que Shaw plantea en las tres películas, irá desarrollando, con estilos y estéticas distintas, en un largo discurrir por las contradicciones de la experiencia personal y la colectiva. Y al final del todo, tras los viajes, el trance, y la descorporeización, lo que queda en el aire es la pregunta: ¿dónde está hoy lo colectivo?